Introducción
La movilidad internacional de personas es, ante todo, un privilegio dependiente de criterios de economía política. Ni todos tenemos el mismo valor y disfrutamos de las mismas prerrogativas en el escenario de los tránsitos globales (Kearney, 2004). En los días que corren, frente a las migraciones forzadas y de la miseria que llaman a su puerta, el continente europeo es un ejemplo ineludible de esta situación. Pautadas por una intensa e insensible selectividad, sus fronteras exteriores funcionan en un régimen de fuerte dualidad. Admiten de modo automático ciertas categorías deseadas de ciudadanos (por ejemplo, inversores, profesionales cualificados) y, por otro lado, incluso cuando confrontadas con casos extremos de emergencia humanitaria impiden o retrasan la entrada de todos aquellos cuya falta de recursos y las diferencias culturales los hacen inconvenientes (Agier, 2002, 2008; Schmoll y Bernardie-Tahir, 2014). Es en esta configuración de fronteras fuertes ante "personas débiles" (prácticamente sin Estado, sin ciudadanía y en situación de extensa vulnerabilidad social) que incide el debate, dando continuidad y profundizando algunas reflexiones ya llevadas en textos anteriores (Sacramento, 2015, 2016). Se toma como referencia empírica más inmediata la manera como Europa se está posicionando en su perímetro sur-sureste y haciendo la gestión de los flujos de inmigrantes y refugiados, principalmente subsaharianos y sirios, que huyen de la pobreza, de la guerra y de la devastación en sus contextos de origen.
La reflexión es guiada por un par de objetivos centrales, abordados de modo muy sucinto: 1) deslindar brevemente la mecánica del funcionamiento represivo y selectivo de las fronteras europeas, así como las respectivas lógicas y fobias; 2) entender cómo tales fronteras, a través de sus biopoderes, producen múltiples exclusiones y tienden a suspender derechos y ciudadanías, generando "vidas nudas" en estado liminar de excepción y abandono (Agamben, 1998). Subyacente a estos propósitos analíticos está la noción de que la Europa necesita urgentemente ser pensada y construida a partir de una matriz politico-identitaria basada en el cosmopolitismo (Beck y Grande, 2007; Delanty, 2005; Sacramento, 2016), no apenas para gestionar de forma responsable, digna y eficaz la afluencia del "otro" que la demanda para vivir, sino también para la necesaria afirmación de su propia condición de contexto geopolítico franco y posnacional.
Fronteras omnipresentes y selectivas
En el ámbito del Acuerdo de Schengen,1 Europa suprimió el control sistemático de la mayoría de sus fronteras internas y, por otro lado, estableció dispositivos transnacionales altamente sofisticados de vigilancia de su perímetro exterior, también ha elaborado políticas de inmigración y asilo más restrictivas y ha implementado formas expeditas de detección, detención y extradición de los inmigrantes indocumentados (Bacas y Kavanagh, 2013; Sacramento 2015; Zaiotti, 2011). Tenemos, por lo tanto, la coexistencia de una Europa sin fronteras, para los países de la Schengenland (con más de 400 millones de ciudadanos), y una Europa fortaleza para los flujos de personas de países terceros que llegan a sus márgenes (Houtum y Pijpers, 2007), rodeada por cerca de 42 673 km de fronteras marítimas y 7 721 km de fronteras terrestres (Comissão Europeia, s.f). En esta geografía-fortaleza, como en otras (por ejemplo, América del Norte), "policing becoming the principal instrument to govern those who were increasingly viewed as aliens" (Fassin, 2011, p. 221). Además de algunas barreras físicas ostensibles,2 su gubernamentalidad policial represiva es, tendencialmente, de naturaleza digital, soportada de modo casi omnipresente por agencias de gestión y monitorización de fronteras (Frontex y Eurosur) y por diversos sistemas biométricos de catastro, información y control (VIS, SISII y Eurodac) (Besters y Brom, 2010; Broeders, 2007; Brouwer, 2008; Dijstelbloem y Meijer, 2011).
Apoyada por mecanismos de vigilancia panóptica, la Europa de Schengen funciona de forma meticulosamente selectiva ante los no europeos que se presentan en sus límites exteriores, adoptando un régimen dicotómico de apertura y cierre basado en la cualificación y triaje de los flujos, según su procedencia geográfica, tipología y perfil socioeconómico de las personas. Se trata de un esquema de gobierno de fronteras muy susceptible, minucioso y dedicado. Como una membrana, identifica, clasifica, filtra y sólo deja pasar lo que quiere y a quien quiere (Kearney, 2004). No se opone a la circulación de capital y de sujetos pertenecientes a las clases más privilegiadas. En sentido contrario, bloquea de modo casi insuperable la entrada de una gran masa de gente pobre y de orígenes étnicos cuya alteridad tiende a suscitar exacerbadas sospechas, ansiedades, miedos y fobias identitarias (Appollonia, 2012; Delanty, 2008). Así, se intenta impedir proyectos de movilidad de sujetos portadores de grandes diferencias culturales y desprovistos de capital y privilegios -a menudo estereotipados como factor de amenaza terrorista, de erosión cultural y de inestabilidad en materia de empleo y de protección social- con los cuales la Europa no se siente muy cómoda. Por lo tanto busca, desde luego, la implementación de estrategias de inhibición de estas migraciones en los países de origen y tránsito. Cuando este "control remoto" (Zolberg, 2003) no es eficaz, mantiene las movilidades indeseadas al margen a través del blindaje de su territorio o, por lo menos, frena y obstaculiza su incorporación, enredándolas en las complejas indefiniciones de la política común de migración, sobre todo en materia de asilo, y en procedimientos burocráticos laberínticos.
Biopolítica, discrecionalidad y ciudadanías arrestadas
La naturaleza restrictiva y discriminatoria de las fronteras europeas refuerza clivajes económicas y de etnicidad globales, contribuyendo a un mundo ordenado según múltiples asimetrías y jerarquías. Las fronteras político-administrativas de delimitación territorial (borders) actúan así como fronteras de identidad y exclusión (boundaries) (Fassin, 2011). Informadas por ideologías capitalistas (condición económica como factor determinante de movilidad) y culturalistas (diferencias culturales como factor sujeto a aprensión y represión), ellas configuran eminentes dispositivos de biopoder -control de cuerpos y poblaciones- y asumen también, a menudo, una biopolítica de vida y de muerte (tanatopolítica), de "hacer vivir" o "dejar morir" (Agamben, 1998; Agier, 2008; Foucault, 1994). El Mar Mediterráneo ha sido, particularmente en la última década, uno de los palcos globales más dramáticos del funcionamiento indolente y implacable de las fronteras. En 2015 fue, por mucho, la región más mortífera del mundo para las migraciones internacionales. Entre más de un millón de personas que intentaron la travesía marítima hasta el continente europeo murieron 3 771, un valor largamente superior al registrado, por ejemplo, en el sudeste asiático y en la frontera entre México y Estados Unidos, y que representa alrededor de 70 por ciento de las muertes registradas en el conjunto de los movimientos migratorios mundiales (IOM, 2015). En esa misma región perecieron 3 072 personas en 2014 y más de 22 400 desde el año 2000 (Brian y Laczko, 2014).
Además de sus manifestaciones más extremas y trágicas, la gestión fronteriza del espacio europeo de libre circulación produce muchos otros efectos de gran violencia física y simbólica. Desde luego, la suspensión de derechos, la arbitrariedad, el arresto de la ciudadanía, el férreo control y la vulnerabilidad a que están sujetos los (potenciales) inmigrantes. Son varias las circunstancias y la geografía de manifestación de esta biopolítica perversa, destacándose sobre todo dos situaciones: 1) los grupos más o menos extensos de desplazados en tránsito para los países que más desean (por ejemplo, Alemania), ya en plena Europa o en sus inmediaciones,3 instalados en campos de refugiados bajo la responsabilidad y ayuda de los Estados, organizaciones humanitarias internacionales y de iniciativas de la sociedad civil, o en campamentos totalmente espontáneos e informales, sin las condiciones mínimas de vida; 2) los inmigrantes cualificados de ilegales clausurados en centros de detención para posterior extradición a sus países de origen. Los campos más o menos formales y los centros de detención y deportación existen un poco por todo el espacio europeo y en los países vecinos, aunque la mayor parte, y los más grandes, se encuentran en la frontera sur, en la orla mediterránea (Migreurop, 2012, 2014).4 Este "encampment" (Harrell-Bond, 2002) de las migraciones rechazadas por los procesos de triaje de la fortaleza de Schengen configura de manera paradigmática la condición de átopos de muchos inmigrantes: sin lugar, errantes, carentes de identidad y ciudadanía (Bourdieu, 1998). Después de haber perdido su lugar de origen y no encontrando, o no siéndoles proporcionado un nuevo lugar de hecho, ellos están en los "bordes del mundo", en una situación de espera indeterminada que es un "presente sin fin" (Agier, 2002, 2008).
Según la perspectiva de Agamben, encarnan un tipo actual de homo sacer, subyugados a un estado jurídico de excepción y discrecionalidad, políticamente desprovistos de condiciones para el ejercicio cívico (1998). La biopolítica de fronteras os empuja para el espacio social liminal de la indiferencia y los convierte en seres desechables, vaciándolos de competencias políticas y de derechos básicos, dejándolos existir como simples "vidas nudas" (Agamben, 1998). Los refugiados pueden, incluso, ser considerados "dos veces víctimas", como defiende Agier (2008): de la guerra y de los desplazamientos forzados que os conducen a los campos de acogida, pero también de su impotencia política ante el poder soberano de las organizaciones humanitarias sobre sus vidas. Bajo esta "biopolítica humanitaria" (Žižek, 2003) de gestión de los indeseables, la función policial de control, destaca Agier (2008), tiende tanto a asumirse como el foco principal de las entidades que actúan sobre el terreno, como a suplantar la noción de ayuda y protección.
Urgencia de cosmopolitismo emancipatorio
En una época marcada por una extraordinaria densidad de flujos globales (Vertovec, 2009), el movimiento global de personas, como puede constatarse en el continente europeo, está sujeto a fronteras profundamente selectivas. La nacionalidad, el origen étnico, la cualificación académica y, más importante aún, la condición socioeconómica son los principales factores que fijan los términos de nuestra relación con las fronteras y las posibilidades de movilidad, sobreponiéndose, casi siempre, a la necesidad de salvaguarda de derechos fundamentales, inclusive a la preservación de la vida humana. La creciente represión y restricción de las migraciones de los "condenados de la tierra" (Fanon, 2004) que acuden a Europa representa una tendencia parroquial de encerramiento frente al "otro", percibido principalmente como fuente de polución identitaria y peligro (Linke, 2010) que urge controlar y mantener a distancia. Con esta política migratoria indolente (que también es política cultural y de identidades) son negadas la apertura al mundo (universalidad) y la inclusividad, características fundamentales del cosmopolitismo como proyecto humanista de coexistencia dinámica de las diferencias en espacios sociales comunes de construcción de una ciudadanía sin fronteras (Skey, 2012). De aquí pueden resultar efectos muy perversos para la construcción de un proyecto europeo posnacional, abierto y permanentemente enriquecido por las alteridades culturales. Puesto que Europa difícilmente puede proseguir de modo sustentable este proceso cosmopolita mientras sea rehén de la tiranía Schengen, un modelo de gubernamentalidad de la movilidad basado en dispositivos securitarios y en la implacable biopolítica de selección de personas admisibles y no admisibles; mientras millones de inmigrantes tengan su ciudadanía en suspenso en centros de detención o de refugiados y siga la escena de caos humanitario y muerte en sus márgenes.
La clausura europea ante las migraciones frecuentemente es justificada por desmesuradas e infundadas razones de seguridad y de ámbito económico. Pero también es respaldada por el argumento falacioso de que una mayor apertura de Europa implicaría la completa erosión de identidades locales y nacionales, imaginadas como unitarias, homogéneas e estáticas (Vertovec, 2011). Se desatiende aquí el hecho de que el encuentro cultural y el cosmopolitismo no implican, necesariamente, la renuncia a raíces identitarias. En este sentido, Appiah nos habla de cosmopolitismo arraigado (rooted cosmopolitanism) como posibilidad de un mundo en el que cada uno es un cosmopolita arraigado, vinculado a su propio lugar y a sus idiosincrasias, pero interactuando con otros lugares y manifestaciones culturales que albergan a otras personas (Appiah, 1996, citado en Hannerz, 2007). Para eso es esencial el (re)conocimiento y la valoración positiva de las diferencias, sin fantasmas ni temores frente al "otro", sin jerarquías ni procesos de disolución (o asimilación), como es señalado por Beck y Grande (2007) en la defensa de la imperiosa necesidad de una Europa cosmopolita, sensible a la condición universal de humanidad y paradigmática del precepto del mundo como espacio de una ciudadanía global.
Importa, sin embargo, no olvidar un aspecto crucial: el urgente cosmopolitismo europeo deberá ser revelador de efectividad y transversalidad social, yendo más allá de la mera retórica y no circunscribiéndose a prácticas y estilos de vida de las élites (Suvarierol y Düzgit, 2011). Si así no es, será poco más que ideología y privilegio, no reiterando aquello que, ante todo, lo caracteriza. Difícilmente podrá afirmarse como un "cosmopolitismo emancipatorio" (Pieterse, 2006) capaz de proporcionar condiciones para una distribución más equitativa de poderes, recursos y oportunidades, y generar así beneficios generalizados, pasibles de apropiación efectivamente democrática.